Calmante asombro verde, se posa
campo abierto la gran manta; el otro
callado asomo espera; el refulgir era
lo que ansiabas:
una cierta música de espigas, el oro de
ese paisaje.
¿Qué esperabas cuando salías
del trabajo, si ya era tarde?:
la puesta de sol siempre
apresura; el sol en su agonía
no espera en su último
tramo a nadie con los ojos cansados,
aunque el oro de ese colorido sea
menos que una promesa de iluminación,
aunque sea el mismo claro
día indiferente de siempre esperar, sin ilusiones,
para todos los condenados a sus horas libres,
y la alfombra de pasto mullido ahoga
ahora -bien lo podías esperar-
tu presurosa partida
a destiempo de marcar, más que
tu tarjeta de salida, tu propia vida.
Insinuaba tu conversación -ya en casa- la esfinge
de tu enojo, aunque
cada vez que el termómetro delataba el mal
pronóstico tras el noticiario televisivo, tu temperatura era
la que reía con mis precauciones sobre el desacierto
del tiempo, pero: ¡cómo no cambiar de ropa
por otra más liviana!... “usted, querida mía
… ha percibido el girar de las manecillas”, pero, ¿ha habido cuenta?
“¡sí, usted!, querida mía, ¿lo ha visto?”, al tipo ese del traje rojo
hacer el gesto de consultar su supuesto
reloj: una mueca, una metálica sonrisa
que no compromete en nada al resto de su cara,
sólo sus labios se esfuerzan tratando de prolongar
artificiosamente esa alegría… Lo que más bien de ella es:
el leve rictus
lo único que queda
por repetir -hasta este punto de lo escrito-
de estas mismas palabras… Y ella en su actitud reincide,
con sus ojos repite…
“confío en este calmante
asombro, en la tersura
de esta verde espera, confío
en el parecer sereno del silencio,
confío en este calmante
asombro, en la tersura
de esta verde espera, confío
en el parecer sereno del silencio,
confío... ,
confío... ,
…”